El dolor para que sea auténtico no debe dejarte pensar. Lo tiene que
ocupar todo. El dolor es ese mal amigo egoísta que sólo soporta que tu mente
gire a su alrededor. Te mantiene en un estado de letargo mental. Impide una
verdadera calibración de la realidad.
Para que cale realmente ha de sufrirse sólo. Si la angustia se supera
compartiéndola con otros, no es del todo sincera. Un dolor que se precie es
inmune a los abrazos, no se destruye verbalizándolo, sólo se ríe de ti con cada
intento por superarlo.
El sufrimiento profundo, una vez remitido… es una buena señal, porque
significa que nunca fue hondo del todo. El auténtico es como una lesión
incurable, permanece contigo toda la vida. Un claro síntoma del desgarro es el
cansancio en su máxima expresión. Cansancio de luchar… y a la misma vez
cansancio de sentirse derrotado. Cansancio para explicar y cansancio para
sobreponerse. Es quizá el síntoma que inevitablemente convierte en ganador al
tormento individual.
Cualquier intento de reaccionar contra él será simplemente derrotado
con burla. Es capaz de mostrar las más patéticas facciones de nuestra voluntad:
siempre debe ir acompañado de autocompasión, ceguera e indolencia, que acabarán
alejando debidamente a tus seres queridos de tu lado. La toalla la tiran primero
ellos… y no mucho más tarde… tú.
Hay varias formas de purgar esta enfermedad. Todas deben sorprender al
propio dolor, puesto que si es capaz de anticiparse a nuestra jugada… nos
vencerá de nuevo.
Para que desaparezca, una buena táctica es abrazarlo con todas
nuestras fuerzas, hacernos tan dependientes y aceptarlo tan sinceramente como
podamos… con el fin de provocar rechazo en nuestro enemigo: su desaparición
empleando este método se muestra como una de las más eficaces. Para poder hacer
uso de esta vía hay que abandonarse explícitamente en cuerpo y alma al
padecimiento.
Así, encontramos otras vías, pero casi todas acaban con la propia
desaparición de nuestro ser, por lo que recomendamos prudentemente dejar estos
métodos.
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